El Sábado por la tarde observaba mi reflejo en el espejo, traté de alejar de mi espalda la vanidad mientras veía caer las gotas de agua de mi rostro; despejé el temor que me embargó todo el día y confronté con mi pensamiento cuan difícil es convivir en un mundo lleno de personas egoístas.
Rasqué mi barbilla recién rasurada; no escuchaba nada en mi entorno. Hablé en voz baja con mi interior; había tratado de quitarme de encima unos abrazos frívolos, abrazos que para mi no eran garantía de amor.
Dejé la puerta abierta y subí a bordo en el suspiro del recuerdo, perseguí una sonrisa que en la distancia era sincera y honesta como un radiante sol. Mis ojos trataban de buscar otra dimensión por ese cristal ilusionista como si quisiera perderme y apartarme de todo; mi recuerdo me martillaba el dilema del egoísmo existencial y de cómo mucha gente desea que el mundo gire al compás de su música.
Regresé de esa utopía y caminé descalzo. Era sábado, día de recuerdo, hoy me permitía pensar. Cavilaba tantas cosas que era imposible retenerlas todas; mis pensamientos hacían un eclipse entre la normalidad de un mundo intransigente y la lucha constante de no sucumbir ante la desconsideración de los villanos y egoístas.
Despejé mis pensamientos y fui conciente al saber que en algún momento de mi vida había sido egoísta, es cierto, me dije mientras deslizaba la toalla por mi espalda. Acomodé mi calzoncillo blanco y volví a perderme en mi reflejo; cerré los ojos y sin querer parecerme a nadie más, invoqué las cosas que a diario sustentan el fortalecimiento de mi alma: la autenticidad, el coraje para sobrevivir, el orden divino que viene del altísimo, la paz que procuro tener siempre … y mientras cruzaba mis brazos en mi pecho desnudo, sin querer me perdí en ese laberinto egoísta que a nadie le hace daño para ignorar a los que si lo son a conciencia plena y con su malevolencia, llenan de infortunio a los que intentan diariamente sonreír.
Rasqué mi barbilla recién rasurada; no escuchaba nada en mi entorno. Hablé en voz baja con mi interior; había tratado de quitarme de encima unos abrazos frívolos, abrazos que para mi no eran garantía de amor.
Dejé la puerta abierta y subí a bordo en el suspiro del recuerdo, perseguí una sonrisa que en la distancia era sincera y honesta como un radiante sol. Mis ojos trataban de buscar otra dimensión por ese cristal ilusionista como si quisiera perderme y apartarme de todo; mi recuerdo me martillaba el dilema del egoísmo existencial y de cómo mucha gente desea que el mundo gire al compás de su música.
Regresé de esa utopía y caminé descalzo. Era sábado, día de recuerdo, hoy me permitía pensar. Cavilaba tantas cosas que era imposible retenerlas todas; mis pensamientos hacían un eclipse entre la normalidad de un mundo intransigente y la lucha constante de no sucumbir ante la desconsideración de los villanos y egoístas.
Despejé mis pensamientos y fui conciente al saber que en algún momento de mi vida había sido egoísta, es cierto, me dije mientras deslizaba la toalla por mi espalda. Acomodé mi calzoncillo blanco y volví a perderme en mi reflejo; cerré los ojos y sin querer parecerme a nadie más, invoqué las cosas que a diario sustentan el fortalecimiento de mi alma: la autenticidad, el coraje para sobrevivir, el orden divino que viene del altísimo, la paz que procuro tener siempre … y mientras cruzaba mis brazos en mi pecho desnudo, sin querer me perdí en ese laberinto egoísta que a nadie le hace daño para ignorar a los que si lo son a conciencia plena y con su malevolencia, llenan de infortunio a los que intentan diariamente sonreír.
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